Cuando hace veinte años los poetas y demás artistas comenzaron a ser perseguidos en mi país, me sentí bastante ofendido ante el descarado desinterés del gobierno hacia mi persona. Me parecía completamente indignante que ningún buen pelotón de soldados hubiera tenido la deferencia de pasarse por mi casa a fusilarme, aunque fuera sólo un poco. Nunca sabrán ellos la mucha humillación a la que me sometieron, la vergüenza que sufrí ante las miradas de mofa de mis vecinos, los gestos de decepción que me profesaba mi señora mientras yo me lavaba los dientes o freía un huevo con falsa concentración.
A menudo me veía obligado a aparentar premura y acoso por parte de la autoridad al cruzarme con personas de mi círculo social. Hacía como que me escondía por las esquinas, me zambullía en los cubos de basura, salía corriendo y pedía asilo político ante la menor oportunidad de demostrar persecución. Con todo, me consta que jamás conseguí engañar a nadie con estas cuidadas tretas, pues, apenado y avergonzado, comprobaba cómo me señalaban sardónicamente con el dedo índice o con casi cualquiera de ellos.
Ante mi desesperación, se me ocurrió sobornar a un funcionario de la ley para que me persiguiese por el barrio a eso de las doce de la mañana, que me venía a mí bien y está todo el mundo en la calle. También hablaba el señor agente con mis vecinos, como si me estuviese investigando. Sin embargo, al ver que, por mucho perseguirme, por mucho que me acosase la ley, ésta nunca me atrapaba, mis vecinos acabaron perdiendo interés; y justo estaban a punto de desenmascararnos, se me ocurrió la genial idea de escapar definitivamente de los vecinos, de mi señora (que por aquellos entonces me obligaba a dormir en el sofá y trataba de mirarme sólo con desdén) y de proporcionar un creíble final a aquella charada: me tiré al monte, que se dice.
Yo, hasta entonces, siempre había tenido una idea romántica de la vida salvaje, de ser un prófugo, un bandolero. Había partido al monte cargado de varias decenas de cuadernos Moleskine, de tinteros y más tinteros para mi pluma y de cientos de ideas y divagaciones idílicas, cargado, además, con el firme propósito de escribir la más emocionante y certera «Oda a la naturaleza» que jamás poeta alguno hubiera plasmado. Sin embargo, nada más llegar a las faldas del primer inocente monte que se cruzó espontáneamente en mi camino, mientras me deleitaba en la contemplación de una agobiada cabra que no paraba de acercarse y alejarse alternativamente de la elevación, una paloma torcaz hizo de vientre encima de mi apañada gorra de cazador a lo Sherlock y una rana me saltó a la cara. Al poco rato tuve un pequeño rifirrafe con un atrevido y descarado hurón que se había empeñado en robar mi estupendo zurrón cargado de libretas y libros; la torcaz aprovechó el altercado para usarme de nuevo como retrete, con bastante éxito, por cierto.
No terminó ahí la cosa. Aquellos tres animales resultaron ser una banda perfectamente organizada que atacaba en milimetrada coordinación (después pude comprobar que la cabra no estaba en el ajo). Y sólo parecían perseguir un objetivo: servidor de ustedes. Aún hoy día no consigo entender qué beneficio sacaban de su acoso a mi figura. Me hicieron la vida imposible durante mis años de retiro voluntario. No me daban tregua; me asediaban de sol a sombra. Era incapaz de dar un paso sin que alguno de ellos me asaltara; el resto no solía tardar en aparecer. Cada uno de mis dos intentos de sentarme a escribir bajo los álamos, fueron brutalmente frustrados por la vil banda.
Tras unos años de sufrimiento inefable (por desgana para encontrar el camino de vuelta, sobre todo), volví triunfante a la civilización, mirando por encima del hombro y de los contenedores y demás elementos del mobiliario urbano a mis vecinos y a mi enlutada señora, que me recibió con gran pesar, y escribí, al fin, mi ya mentada «Oda a la naturaleza», aunque introduciendo una descomunal «J» justo antes de la «O”.
Felipe Santa-Cruz
Relato extraído del libro Rutinas