Sólo tenía una cosa que hacer aquella mañana: darle al maldito interruptor. No era un interruptor lo que se dice común; más bien era un interruptor feo, horrorrible, casi inmune a la belleza. Había sido fabricado por una empresa que no alcanzó el trimestre de vida debido al uso paupérrimo de sus cualificadísimos materiales y trabajadores, incluso de sus jefes de personal (no tanto los de administración y finanzas). Así que, por qué no decirlo, los interruptores no les salían muy bien. Ya al final intentaron un viraje a la desesperada, poniendo a sus operarios a fabricar, con el material de los interruptores, puertas de plástico. Pero no funcionó; las puertas acababan quedando muy pequeñas y algunas incluso producían calambres cuando se giraba el pomo.
Con todo, ahí estaba el interruptor, sobreviviendo a sus fabricantes, cumpliendo algún objetivo indeterminado. Nuestro sujeto no sabía si este interruptor encendía alguna luz, la apagaba o la dejaba en intermitencia. Lo único que tenía claro es que el interruptor tenía que ser pulsado a las diez de la mañana de aquel domingo perpetuo en el que vivía. No era algo exacto, claro que no, ¿qué lo es en estos tiempos que corren?, aunque más bien no corren, ¿no?, más bien se arrastran como buenamente pueden, con el culo pegado al suelo y una sonrisa estúpida.
El interruptor sabía que debía ser pulsado, y él mismo se habría pulsado de haber podido, pero no, las reglas eran las reglas y un interruptor conoce su lugar en el mundo, aunque a veces no esté donde debe estar, como por ejemplo esas veces que entras a un baño buscando el interruptor de la luz y resulta que no sólo está fuera de la habitación, sino que además tiene uno que salir de la casa y bajar al portero y preguntarle perdone, ¿la luz del baño?, y el portero responde al fondo del pasillo a mano derecha, pero ahí no hay nada, y te mueres. Pues nuestro interruptor conocía su lugar en el mundo, y estaba justo donde debía: entrando a la habitación, pegado al marco de la puerta. Qué placer entrar en una habitación, tentar la pared y encontrar el interruptor justo donde debe estar. No más acá ni más allá, no, ahí donde yo pongo la mano, lo toco, lo manoseo, lo presiono, se enciende la luz, se apaga la oscuridad y el mundo florece un instante porque enseguida me tengo que ir otra vez porque ahí no está lo que estaba buscando. Y ¿qué estaba buscando? Ah, sí, me lo dejé en la concina, y, clic, interruptor aturdido, luz desvanecida, oscuridad on y paseo hasta la cocina, que en este caso no necesita luz a esta hora porque tiene una buena ventana con vistas a la casa de los vecinos horterísimos, que dios los llame pronto a su gloria.
Nadie sabe si el interruptor fue o no pulsado. Unas horas más tarde, aproximadamente a las dos de la tarde, el mundo acabó yéndose al planeta contiguo sin que notario alguno pudiera certificar la causa del desplazamiento. Tampoco se pronunció ninguna compañía de seguros, locas de contentas todas porque ninguna cubría siniestros provocados por desplazamientos planetarios, originados o no por la pulsación o la no pulsación de un interruptor colocado en el baño de un dios que vive en un cosmos con demasiadas habitaciones como para recordar donde están todos sus interruptores, y mucho menos para qué sirven, máxime cuando, en su idiosincrasia la luz es algo tan absolutamente impredecible, porque un hágase la luz puede, yo qué sé, crear un montón de cosas, pero ¿y las que estaban ahí antes? A lo mejor eso es lo que le pasó a nuestro mundo, que tuvo que hacer hueco a un váter gigante y a un fregadero junto a un bidet y a una ducha y, a lo mejor, a un espejo.
Me voy a merendar.
Fin
Felipe Santa-Cruz