Cuando uno está enfermo y recluido en casa, pocas cosas entretienen tanto como hacer a los demás partícipes de tus afecciones. Por eso, cuando contraigo algún virus, voy tosiendo por toda la casa con la boca abierta de par de par, picoteo con la misma cuchara una y otra vez de todas las ollas, bebo de todos los vasos, me lavo los dientes con cada cepillo… Al rato me siento eufórico y, olvidando mi debilidad, salgo a la calle para seguir compartiendo. Entonces beso a todas las mujeres que puedo, estornudo en mis manos y obsequio a todo el que pasa con un buen apretón, entro en los bares y doy un sorbito de cada taza y de cada cerveza y copa de vino, expelo furtivamente miríadas de gérmenes mientras deambulo a lo largo de la barra…
Cuando la enfermedad remite, me embriaga un gran desasosiego, desconfío de todos y no me siento seguro en casa, ni siquiera agazapado junto a las lechugas del cajón de la nevera. Bebo directamente del grifo, me cepillo los dientes con ramilletes desechables de perejil y no como ni respiro más de lo necesario. Y en la calle, sorteo los saludos fingiendo premura, rehúyo los bares por callejones insólitos, esquivo a toda mujer que intenta besarme… La gente tiene muy mala idea.
Felipe Santa-Cruz
Relato extraído del libro Rutinas