Hace pocos años un suceso estremeció a los habitantes de un pequeño pueblo sevillano y al único turista que por aquellos entonces rondaba la villa: el suicidio por ahorcamiento de don Eustaquio.
Durante las semanas que siguieron al hecho, volaron los comentarios y conjeturas sobre las posibles causas del suicidio. Se dijo de todo: que don Eustaquio estaba loco, que lo había hecho abrumado por las deudas, que su mujer se había ido con otros y, por último, el turista, un tipo bastante hippie, con irritante espíritu positivo, aseguró que don Eustaquio simplemente habría equivocado la forma de hacer puenting.
Todos, fuera como fuese, habían sido testigos del drástico e inexplicable comportamiento que había adoptado don Eustaquio durante sus últimos meses de vida.
Un día, de repente, don Eustaquio abandonó su trabajo en la oficina de correos del pueblo y adquirió un modesto puesto ambulante de patatas fritas con los ahorros que guardaba para el porvenir de sus tres hijos… y su perro. Al día siguiente regaló su coche al frutero, cuando era cosa consabida que se profesaban un refinadísimo y sincero odio desde críos.
No había pasado siquiera una semana desde lo del frutero, cuando nuestro protagonista abandonó con gran pena a su mujer e hijos y trasladó su residencia a una acogedora sombra bajo el único árbol de la única rotonda del pueblo.
Y no sólo sus decisiones estructurales se volvieron extravagantes e imprevisibles, también sus acciones cotidianas se tornaron erráticas y azarosas. Parecía como si don Eustaquio se dedicase a fintar continuamente frente a la vida. Sus actos dejaban patidifuso al más templado, incluso al turista, que no ganaba para las jarras de sangría que se ventilaba mientras escuchaba las historias de don Eustaquio en el bar de la plaza. Por ejemplo: algunas mañanas hacía como que se levantaba, abandonaba las inmediaciones de su árbol, caminaba hasta el límite de la rotonda y, una vez allí, volvía espaldas y corría como un loco hacia su mullido lecho de césped; se compraba una botella de ginebra, y luego se le podía ver en su rotonda lavándose el pelo con ella, mientras daba pequeños sorbos a un frasco de champú; si alguien se acercaba a comprar patatas en su puesto ambulante, don Eustaquio se ofrecía a limpiarle los zapatos y, si el cliente accedía, le entregaba las patatas y se sentaba.
Nada de lo que hacía parecía tener sentido… Pero lo tenía. Y la explicación de su aparente locura es bien sencilla: don Eustaquio era un hombre de fe. Y no una fe vulgar como la de un católico o un auténtico admirador de Elvis. No. La fe de don Eustaquio era sobredimensionada y concentrada. Don Eustaquio sólo creía en una cosa, pero la tenía tan clara como usted y yo que el suelo de mármol es más duro que el de barro. ¿Y dónde, en qué único punto estaba concentrada tal ingente cantidad de fe? En la existencia del Destino, de aquel diablo taimado que busca la perdición de cada hombre, mujer y hermafrodita. Para don Eustaquio todo estaba predeterminado, todo estaba escrito en los esbozos terribles de Fortuna.
Bueno, no todo. Él tenía la seguridad de que el Destino podía ser burlado si uno tomaba decisiones inesperadas y aleatorias. Y de ahí su extraño proceder, sus inexplicables cambios, sus erráticos movimientos sobre los escaques de la vida. Don Eustaquio suponía que, por muy buen ajedrecista que fuera el Destino, moviendo un peón como si fuera la reina montada en un tanque y a la reina como si fuera una ficha de parchís, éste podía ser vencido por perplejidad y colapso existencial. De modo que, por algún mecanismo lógico atrofiado en su cabeza, don Eustaquio estaba convencido de que lo irracional e imprevisible lo era también para el Destino. Cualquier persona normal y corriente —un exterminador de plagas, por ejemplo— se percataría enseguida de que, si todo está dispuesto por el Destino, cualquier acción, por muy impredecible que ésta sea, forma parte de sus designios.
Yo, personalmente, debido a que toda mi fe ya está depositada en mí, no creo en el Destino. Siempre he tenido la convicción de que, si sucede un simple instante sin que nadie piense en una persona, ésta deja de existir. Yo adoro existir. Por ello, para asegurar un caudal constante de pensamientos fluyendo hacia mi persona, decidí hacerme ególatra, egocéntrico, egoísta y escritor. Y me ha ido realmente bien hasta ahora; llevo veintisiete años de existencia ininterrumpida. Una vez se le coge el truco, el ego rebosa de la propia esencia y la existencia fluye inexorablemente. Sin ir más lejos, vean ustedes cómo he desplazado a nuestro personaje para hablar de mí. Ahora ustedes están pensando en mí, y yo, mientras, existiendo por todas partes.
Pero volvamos con don Eustaquio (aunque él no sea tan interesante como un servidor). Decíamos que creía dar esquinazo al destino actuando de manera inesperada. Y como hay pocas decisiones más difíciles de prever que aquéllas que perjudican al que las toma, don Eustaquio fue llevando a cabo todas y cada una de las acciones malsanas para consigo mismo que se le ocurrieron. Mas, al final, la perpetua autolesión también puede volverse previsible. Don Eustaquio se dio cuenta de ello y, sabedor de que la partida estaba a punto de terminar, consciente de que las tretas del Destino podrían, de un momento a otro, atraparlo en sus manipuladoras manos, decidió ensayar su último y magistral movimiento, su jaque mate. De modo que cogió a su rey y lo lanzó armado con un pionono y unos calcetines amarillos a combatir solito a las fichas negras —las fichas del Destino son siempre las negras—, que es una forma metafórica de decir que se suicidó.
Y así terminó don Eustaquio sus días, dejándonos un cadáver colgando de las ramas de su arbórea y última residencia y una valiosa lección que reza: “El Destino no es tan malo; la estupidez humana es mucho peor”.
NOTA DEL AUTOR A LAS SENSIBILIDADES HERIDAS: Este relato es producto de la ficción; el árbol de la rotonda no sufrió lesión alguna durante su redacción.
Por Felipe Santa-Cruz
Relato extraído del libro Rutinas
Bonita forma de satirizar el comportamiento humano