A mí me cae muy bien la Luna porque está ahí arriba y es blanca (dicen) y no hace daño a nadie, menos a los poetas, que los seduce para luego ignorarlos, no porque sea mala persona (que no lo es) ni un mal cuerpo celeste (que tampoco, porque es blanca —dicen—), sino porque está enamorada del Sol aunque se lleven regular, porque él es bastante heliocéntrico (y yo no le culpo, yo también lo sería en su lugar) y porque ella se niega a emanciparse y el Sol le dice que se vaya a vivir con él, que se conocen ya de hace mucho, que estará calentita, que la quiere de verdad, que los caprichos no duran millones de años luz; pero ella no quiere, por la Tierra, que le da pena dejarla sola, y porque qué dirá Júpiter, o Marte, o Venus, o Plutón que es muy joío (y la llamará fresca y descocada), o…, o…, o Fermín, ¿qué dirá Fermín?, que se dará cuenta, y a lo mejor le parece mal, y si el Sol deja de zambullirse en el ocaso con la gracia de antes, Fermín le bajará la nota, y todo el mundo le echará la culpa a ella; y que la convivencia acaba con el amor y no está preparada, y él estará todo el día trabajando y ella todo el día en casa orbitando sin nada que hacer, y se dará a la bebida, y a los chicles y cigarrillos mentolados, y a los informativos veinticuatro horas, y a la novela rosa erótico-festiva, y a la prensa amarilla y al cine en blanco y verde.
Felipe Santa-Cruz
Relato extraído del libro Rutinas