Los clientes habituales. Historia de una intrusión durante el desayuno

Dejó que la última gota de café resbalase por la porcelana de la taza hasta sus labios. Allí la atrapó con la lengua, fundiéndola con su saliva, y le supo tan bien que enseguida se levantó a pedir otra taza. La hora del desayuno era con mucho su momento favorito del día. Llegaba al bar, la camarera le preguntaba ¿lo tuyo?, y él respondía sí, lo mío, sonreía, y le avisaba de que se iba a sentar en el recodo, en su esquinita, donde siempre. «Mu bien, cariño; ahora te lo llevo yo», le contestaba ella.

Se sentaba en su sitio de costumbre, refunfuñaba un poco si estaba ocupado y se veía obligado a buscar otra mesa. Luego encendía su eReader y comenzaba a leer mientras esperaba a que la camarera le trajera el café. Normalmente su sitio estaba libre y todo llegaba a tiempo. El café primero, y enseguida la tostada, media de tomate y aceite. Si todo ocurría en este orden, a la salida dejaba veinte céntimos de propina y una sonrisa que acompañara al hasta mañana. Si no, si el café había sucedido a la tostada y no al revés, dejaba dos euros justos sobre el mostrador y se despedía sin mirar a la camarera a la cara, bien enfadado porque le habían fastidiado el mejor momento del día.

Aquella mañana todo transcurrió a su gusto y estuvo leyendo durante media hora; treinta minutos de La regenta, del Provisor espiritualmente enamorado de Anita Ozores, y de don Víctor de Quintanar que no se enteraba de nada y qué clase de hombre es éste, se preguntaba el del pan con tomate, deleitado en las líneas de Clarín, hasta que una joven se sentó a su mesa y lo saludó con una sonrisa.

―¿Buenos días? —preguntó él a modo de saludo, y también como expresión de su desconcierto. Con un movimiento de cuello comprobó si el resto de mesas estaban ocupadas. No lo estaban, así que no le quedó más remedio que preguntar a la joven—: ¿Qué haces?

―Pues… Resulta que estás sentado en mi sitio.

―No estoy sentado en el sitio de nadie. Esto no es el Congreso de los Diputados. Estoy desayunando en la silla en la que me he sentado al llegar, y por lo tanto, durante el tiempo que permanezca aquí, será mi sitio.

―No estás sentado en la silla en la que estoy sentada yo; ¿te pertenece también esta silla?

Esta tía es gilipollas, pensó el del eReader, pero rearmándose respondió que no, pero que la mesa sí le pertenecía momentáneamente porque era la mesa a la que estaba sentado, en la que reposaba su desayuno y su agenda e incluso, de cuando en cuando, su eReader Kindle, la joya de su corona, así que, por favor, siéntate en otra parte, ¿quieres?, no me jodas el desayuno.

―Yo no te jodo nada —replicó ella—. Te veo salir todos los días a las diez menos cinco, justo a la hora a la que yo entro a desayunar. Cuando me siento, la camarera recoge tus restos. Entonces yo le pido un café con leche y una entera de margarina. Pero hoy te has quedado leyendo más tiempo o lo que sea, y ahora mismo estás sentado en mi sitio, es decir, en el lugar en el que yo desayuno y a la hora a la que yo desayuno todos los días de mi vida desde hace ya cuatro años, y no me vas a fastidiar el único momento de tranquilidad del día. Llevo ya un rato esperando a que salgas, mirándote desde fuera, pero nada, no te mueves. No aguanto más. Este es mi sitio. Es el único en todo el bar desde el que no se ve el televisor. Tampoco entran las corrientes de la calle cada vez que alguien abre la puerta. No está cerca de los servicios ni demasiado lejos de las vidrieras.

―¿Me lo dices o me los cuentas? ¿Por qué crees que me siento aquí?

―¿Y por qué te molesta tanto mi presencia? Estás enfrascado en la lectura, ni siquiera vas a notar que existo.

El del Kindle asintió. La chica tenía razón, pero de todas formas le resultaba raro… no sabía… tenerla ahí sentada sin hacer nada.

―No sé… ¿Qué vas a hacer mientras leo?

―Desayunar…

―¿Y mientras desayunas? ¿Vas a estar mirando tu tostada o me vas a estar mirando a mí? ¿Qué vas a hacer?

―No lo sé, pero tampoco es asunto tuyo. Yo no me meto en qué lees tú, y tú no te metes en qué miro yo.

―Es que si me miras a mí, me molestas.

―También podría mirarte desde aquella mesa, y ¿qué ibas a hacer entonces?

―Ya, pero no estarías tan cerca y no resultaría tan invasivo.

―¿Te resulta invasiva una mirada?

―Sí —respondió con convicción.

―¿Y qué te parecería esto? —preguntó la joven, tomando la taza de café del tipo y dándole un sorbo.

―Grosero e invasivo nivel Imperio Romano.

―Si hubieras salido a tu hora, yo podría estar bebiendo ahora mismo de esa taza aquí sentada. En los bares, la propiedad es cuestión de tiempo. Tu mesa es mía a mi hora. También lo es la taza y el plato. Tú me has robado la propiedad de mi mesa, que me pertenece desde hace ya doce minutos, y yo te he robado la de tu taza.

―El café que hay dentro de la taza lo he pagado yo. Por lo tanto es mío, por mucho tiempo que pase.

―No he bebido café, sólo he besado la taza, mira.

La joven se levantó y le plantó los labios frente a las narices para que los oliera. ¿Huelen a café?, le preguntaba, persiguiendo con sus labios la cara del otro, que trataba en vano de huir de aquel ataque sin levantar mucho escándalo.

―No, no huelen, y deja de hacer eso.

La camarera no tardó en llegar para tomar nota a la joven. Ésta pidió un café con leche y la entera de margarina, añadiendo a la comanda un vasito de agua, por favor, porque tanta charla le había secado la boca.

El del eReader hizo hueco para que cupiese el desayuno de la joven, pero sobre todo para alejar todo lo posible su café de los labios besucones de la intrusa. También apartó el resto de sus pertenencias; no se quería ni imaginar que comenzase a morrear su agenda simplemente por estar sobre la mesa que le pertenecía desde hacía ya dieciséis minutos.

Igual que sucedía con él, la camarera trajo primero el café y luego la tostada. La joven comenzó a comer. El del eReader se concentraba con todas sus fuerzas en la lectura para no percatarse de si la otra lo miraba o no.

―No eres feo, ¿sabes?

Joder, pensó el tipo, que si bien podía obviar la miradas, se distraía con las interacciones de palabra.

―¿Qué se supone que tengo que responder a eso? —dijo al fin.

―No te he hecho ninguna pregunta.

―Sí que la has hecho —replicó—. Has dicho ¿sabes?

―Era una pregunta retórica, una pregunta cuya respuesta resulta obvia y de la cual, por tanto, no se espera contestación.

―Sé lo que es una pregunta retórica, gracias. Oye, este no era el trato. La cosa quedó en que tú mirabas lo que te salía de… ahí, y me dejabas leer tranquilo.

―Un poco de conversación no te va a matar. Puedes leer todos los días, pero sólo puedes hablar conmigo hoy.

―A lo mejor me gusta leer todos los días, incluyendo el día de hoy.

―Está bien. No te voy a forzar a hacer lo que no quieres.

―Pues tampoco quiero que estés sentado conmigo a la mesa, y aquí estás.

―Tienes razón —respondió la joven, dándole el último bocado a su tostada y bebiendo el último sorbo de café—. Ha sido un placer. Disfruta de la lectura —dijo, y guiñándole un ojo desapareció tras el recodo.

El del Kindle miró la hora en el móvil. Se había pasado quince minutos del tiempo de descanso. Tenía que volver a la oficina. Recogió sus cosas y se acercó a la barra, depositando sobre la misma los dos euros del desayuno y los veinte céntimos de la propina.

―¿Me pones un vaso de agua, por favor? —le pidió a la camarera. A él también le había secado la boca tanta cháchara.

La dependienta le despachó el agua con una mano y tomó las monedas con la otra, las contó y le dijo perdona, te faltan dos treinta.

―¿Cómo que me faltan dos treinta? ¿No son dos euros lo mío? Te he dado dos con veinte.

―Lo tuyo sí, cariño —repuso la camarera, con muchísimo tacto—. Pero falta la otra tostadita y el otro café.

―¿Qué otra tostadita? —preguntó el del Kindle.

―La entera de margarina, la de tu amiga.

―¿Qué amiga…? ¿No ha pagado lo suyo?

―No. Ha dicho que te había dejado el dinero a ti.

―Bueno, yo es que no la conozco de nada, y no la voy a invitar a desayunar… Ya le cobras otro día, ¿no?

―¿Cómo que otro día? —se extrañó la camarera.

―¿No desayuna aquí todas las mañanas?

―Yo es la primera vez que la veo.

Mierda, pensó el tipo, contando las monedas que le quedaban en el bolsillo.

Felipe Santa-Cruz

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