Los evitó por todo el pasillo hasta la salita de estar. Fijó la vista tan sólo en las baldosas del suelo y en el estucado ocre de las paredes, chocando, en su odisea hacia la puerta, con dos mesitas auxiliares y con una consola que perdió el equilibrio y terminó por caer de bruces contra el suelo. Cerró los ojos justo a tiempo para no centrar la vista en ninguno de los objetos que rodaron por el suelo. De repente estampó sus muslos al unísono contra algo. Un gesto involuntario le obligó a desplegar los párpados. Vio un tintero, una pluma, las llaves de un coche, una figurita de Lladró, otra figurita de Lladró, un búho pequeño de cristal, y cerró los ojos con fuerza al tiempo que guardaba todo lo visto en sus bolsillos. Se detuvo un instante para orientarse. Pisoteó el suelo con la punta de su zapato hasta dar con la alfombra. Anduvo por la estancia a ciegas. Un mueble, otro, un chocazo, objetos rodando. Ojos abiertos, una fotografía vieja de su madre (al bolsillo), la mochila con su ordenador portátil (a la espalda). Ojos cerrados. Peso inadmisible en los bolsillos y a la espalda. Palpó a tientas. Superficie lisa, vetas de madera. Al fin, la puerta. ¡El pomo! ¡El pomo! ¡Al fin! Lo giró y cruzó la puerta con lágrimas en los ojos y con la mala fortuna de abrirlos justo a tiempo de ver un cenicero de agua malévolamente plantado sobre la mesa redonda y central de la sala, consciente de que, en un momento u otro del largo día que le esperaba, se arrepentiría de no haber tomado consigo aquel estúpido objeto portátil, que no habría tenido relevancia alguna en su jornada de no haber centrado su vista en él.
Felipe Santa-Cruz