Lo que más me gustaba de los sugus era su molicie y su estupidez, porque ¿qué clase de caramelo es blando? Sólo los estúpidos. De niño ya sabía que los caramelos duros eran más inteligentes y que estaban mejor adaptados a su medio.
En el pantano aéreo de su urna de plástico se estaban quedos todos los caramelos, y yo los oteaba. Ellos fingían no verme, no del todo tranquilos. Tenían un guardián, el quiosquero, pero sabían que éste era fácilmente sobornable, y mi pantaloncito corto tenía los bolsillos repletos de mierda que encontraba por ahí, pero también de monedas falsas y reales, suficientes, en todo caso, para decirle al pésimo guardián deme tres sugus y una esponjita right now.
El guardián me daba la espalda y cazaba para mí. Cace usted, que para eso le pago. Recién cobradas las golosinas, el horrible Cerbero las metía en una bolsa de plástico, llena de aire para que no se asfixiaran, y me la daba, ahora sí que sois míos.
Si aparecía en casa con los caramelos, mamá los requisaba y los liberaba por el váter para que se pusieran gordos de agua y para que yo corriera a buscar las Catilinarias, de Cicerón, y la persiguiera por toda la casa ¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia? ¿Hasta cuándo esta locura tuya seguirá riéndose de nosotros? Esto ocurrió unas diez veces; luego aprendí la lección, y apenas salía de la tienda, agujereaba la bolsa, cazaba un sugus, le quitaba la piel y quién te va a querer cuando termine contigo. Lo metía en mi boca, hostilísima para el sugus, y lo chupaba sintiéndome un dios, permitiéndole vivir unos segundos; sabía que mis dientes lo aplastarían a la primera atacada, caramelo tonto, cuándo vas a desarrollar un caparazón bivalvo como las demás especies de tu phylum.
Y todavía no lo han hecho, todavía no han desarrollado ninguna medida de protección contra sus depredadores principales: los niños. Aún así, la población de sugus no merma, se mantiene a lo largo de los años. Los sugus se reproducen sin parar y pueblan los quioscos de todo el mundo, de modo que quizás no estén haciendo tan mal lo de sobrevivir.
Y el lector, a estas alturas del relato puede estar tentado a pensar que hay alguna moraleja, algún razonamiento implícito en este cuentecito, pero, que conste, que si lo encuentra, se lo has inventado él; yo sólo me he sentado a escribir para no perder la práctica, sin ningún propósito ni nada que decir. Pero tú necesitas encontrarle un sentido a todo, exactamente igual a aquellos que estudian la evolución del hombre y rezan, por favor, registro fósil, inspírame un porqué convincente.
El poder de seducción de los Sugus. Ya era hora que alguien hablase alto y claro acerca de este acuciante problema que a más de uno le arruinó la infancia transformándolo en un auténtico yonki del azúcar y los colorantes artificiales. Muy valiente por tu parte. Un abrazo, Felipe.
Ja, ja, ja. Buenísimo tu comentario, Pedro. Y gracias por el apoyo. Son muchos los que querían callar mi denuncia.
Un abrazo, Pedro, y nos vemos en Adictos al Sugus Anónimos.
Yo soy otra adicta. Tantas veces de pequeña haciéndome «la malita» para que mi madre me trajera una bolsa llenita de Sugus. Siempre blanditos, siempre pegados a la dentina, de dos en dos y de tres en tres… adictísima, ja, ja.
Un abrazo, Felipe.
Muchas gracias, B. Desde luego, nunca ha habido mejor medicina para un niño, que una buena bolsa de chucherías. Se nos curaban hasta las heridas.
Un abrazo.