Nada menos que en la serie de Los tres mosquetero, en el último libro: El Vizconde de Braguelonne, hace aparición un precoz poeta indie. Lo conoce D’Artagnan en la hostería de la Roche Bernard y, con sólo un par de palabras, le hace confesar su condición de autor.
—Vamos, confesadme una cosa.
—¿Cuál?
—Que sois un sabio, señor…
—¿Eh?
—¡Vamos!
—Soy autor.
Poco sabemos todavía sobre el tal autor, pero la conversación se prolonga y D’Artagnan consigue que se describa a la perfección:
—Bueno —prosiguió D’Artagnan—, tendré el gusto de pasar esta noche en compañía de un autor. ¿De un autor célebre, quizá?
—¡Oh —dijo el desconocido sonrojándose— célebre, caballero, célebre no es la palabra!
—¡Modesto! —exclamó D’Artagnan—. Pero al menos —continuó el mosquetero con el carácter de una brusca honradez—, decidme el nombre de vuestras obras, porque recordaréis que no me habéis dicho el vuestro y que me he visto obligado a adivinaros.
—Señor, me llamo Jupenet —dijo el autor.
Ahí tenemos ya a nuestro autor convertido en poeta. Pero ¿por qué indie? Lo descubrimos más adelante, cuando por un descuido, nuestro autor saca de su bolsillo una pieza de fundición que resulta ser un carácter de imprenta, una J mayúscula. Y no sólo lleva la J. D’Artganan se interesa por el objeto y pronto descubre que el autor parece llevar media imprenta en los bolsillos, y así se lo hace saber.
—Vamos, sostengo lo que he dicho; vos traéis una prensa en el bolsillo —dijo D’Artagnan, riendo con aire de simpleza tan marcada que el poeta quedó engañado completamente.
—No —replicó—, pero estoy torpe para escribir, y cuando tengo un verso en mi cabeza, lo compongo enseguida para imprimirlo.
«¡Cáscaras! —pensó D’Artagnan para sí—. Es preciso aclarar eso». Y con un pretexto que no turbó al mosquetero, hombre fértil en expedientes, dejó la mesa, bajó la escalera, corrió al cobertizo, bajo el cual permanecía el carretón, rompió con la punta de su puñal la cubierta de uno de los paquetes, y encontró en ellos caracteres de fundición semejantes a los que el poeta impresor llevaba en el bolsillo.
Efectivamente, el poeta viaja con toda una imprenta a cuestas con el fin de imprimir los versos tal como salen de su cabeza. Es decir, nuestro poeta edita y publica sus propios versos. Y, como casi todo autor indie, nuestro poeta Jupenet se ve obligado a hacerlo a deshoras, después del trabajo, cuando tiene un rato libre; cosa que le granjea no pocos sinsabores, como este broncazo que le llueve de boca del mismísimo Porthos:
Porthos hizo una seña a Jupenet, la cual era de tal modo imperativa que fue preciso obedecer.
—¡Cómo! —repuso Porthos—. ¿Habéis desembarcado ayer y ya estáis haciendo de las vuestras?
—¡Cómo, señor barón! —preguntó temblando Jupenet.
—Vuestra prensa ha hecho ruido toda la noche, señor mío —dijo Porthos—, y no me habéis dejado dormir. ¡Cuerno!
—Señor… —objetó tímidamente Jupenet.
—Nada tenéis que imprimir aún y, por consiguiente, no debéis hacer andar la prensa. ¿Qué habéis impreso esta noche?
—Señor, una poesía algo ligera escrita por mí.
—¡Ligera! ¡Vamos, señor, la prensa chillaba que era una lástima! Que no vuelva a suceder eso, ¿oís?
—Bien, señor.
—¿Me lo prometéis?
—Lo prometo.
—Pues por esta vez os dispenso. ¡Idos!
El poeta se retiró con la misma humildad de que había dado pruebas al acercarse.
Y aunque no acaban aquí las aventuras de Jupenet en esta tercera parte del clásico de Dumas, sí terminan en este post, que tan sólo tiene por objeto el de presentarles a uno de los primeros poetas indies de la historia.