Vivió un loco en mi calle (también murió en mi calle) que se llamaba Pedro, pero al que sus amigos apodaban Flufi porque les daba la erótica gana. Yo no lo llamaba de ninguna manera, por si no existía y en realidad sucedía que saludaba a un trozo de pared o a una papelera de ésas de hierro forjado en las que nadie tira nada porque el suelo queda mucho más cerca.
Su locura consistía en estar loco, y su particularidad, en expresarlo cada día de una forma diferente. De modo que una mañana se despertaba Quijote, otra Rocinante, otra cantante country venido a menos y bastante alcohólico pero buena persona en el fondo, y así hasta vaciar del todo la cornucopia de las ocurrencias. Los días más divertidos para él eran aquéllos en los que se despertaba Woody Allen, y salía de su casa con una cámara de vídeo de cartón de fabricación propia, e iba al bar y rodaba «Toma el dinero y corre» dirigiéndose a él y a todos, y actuando a la vez, y robaba en efectivo la caja del bar y salía corriendo, y así se las arreglaba. Por las noches se entristecía de nueve a diez menos cuarto, porque en realidad nadie lo llamaba Flufi, por mucho que a él le apeteciera todo, ni era Woody Allen. Había robado aquel dinero de verdad, y le increparían por ello por la mañana, aunque él ya no sería Woody Allen, sino Cantinflas, Salvador Dalí o Babieca, y nadie siente ganas de estar indignado durante mucho rato con el caballo del Cid.
Felipe Santa-Cruz
Relato extraído del libro Rutinas