«Rollo» es una palabra enrollada y gusta a los jóvenes, que dicen, «me va tu rollo», o «me mola tu rollo», o «es mi rollo». Pero «ostracismo» no les gusta y no es su rollo. Y no lo entiendo, porque a mí me encanta y, si fuese emperador romano, me pasaría el día condenando a todo el mundo al ostracismo, hasta quedarme solo con un fiel amigo que usaría como yoyó, condenándolo y perdonándolo a placer.
O también podría, por ejemplo, tomarla con algún ciudadano particularmente patético y patoso. Lo condenaría al ostracismo, y entonces él marcharía a Britania. Luego yo la invadiría, sólo por el placer de llegar, buscarlo y decirle: «Oye, tú, ya sabes lo que te toca: al ostracismo otra vez». Y así toda la vida.
¡Qué divertido! ¡Qué divertido!
Por las mañanas me despertaría y, antes de desayunar: «Tú, tú y tú, al ostracismo, que me tenéis contento. Y tú Quinto Cayo Flaco y… Feo, también». «¡Yo no he hecho nada!». «¿Y qué?; ellos tampoco. ¡Hala, hala, zape!… ¿Y dónde está mi té helado?». «Ya viene, divino Felipe». «Yo lo quiero ahora; al ostracismo… Lo de divino te ha quedado bien; te dejo que lleves contigo el brazo derecho de tu hijo favorito para que te haga compañía». «Gracias, divino Felipe». «Las que tú me haces, salao».
Y la gente empezaría a usar expresiones del tipo: «Oye, ¿y a ti dónde te han ostraciado?». «A Egipto». «¿Y qué? ¿Qué tal se vive?». «Las mujeres no están mal, y hay mucho espacio para plantar la sombrilla y la toalla».
Y nadie podría invadirme. No; imposible. En cuanto un bárbaro cruzase la frontera, ¡hala!, ¡al ostracismo! Y él, por ejemplo Atila, como no sabría el significado de la palabra, por no quedar en ridículo delante de sus tropas, haría como que me entiende y se iría corriendo con sus hombres antes de que se me ocurriera preguntarle.
¡Qué bueno! ¡Qué bueno! Todo el mundo ostraciando por el mundo gracias a mí. Los primeros erasmus de la historia. Y todo el día: «Oye, tú. Sí, tú, no te hagas el remolón. ¿A ti no te había condenado yo al ostracismo?». «No, señor, a mí no». «A ti sí». «No, no. De verdad que no». «Ay, mentirosillo… Te condeno al ostracismo múltiple: cada parte de tu cuerpo a un país distinto».
¡Qué original! ¡Qué original!…
«¿Quería usted verme, señor?». «Que no me llames señor, que soy romano, que me llames dominus; te lo he dicho cien veces hoy». «…». «Nada, nada: Ego te ostracio, in nomine Iuppiter, et Venus, et Neptunus,… ¿Cómo terminaba?». «¿Amen, señ… domine?». «Je, je. Sí, eso. Qué simpático. Me has caído bien; te perdono. Pero a tu mujer, no. Tu mujer, amen». «Gracias, domine. ¿Y mi amante se puede quedar?». «Oh, sí, sí. Déjala, que está bien rica».
«¡Su divinidad, su divinidad!». «Habla, hijo, te escucho». «Un emisario del emperador de China; que si no deja usted de ostraciar ciudadanos romanos a su país, va a empezar a hacerlo él con los suyos y nos vamos a enterar de lo que es bueno». «Dile a ese señor que no sé qué es eso de ostraciar, que no viene en el DRAE, y que no entiendo ni jota de lo que me pide». «Sí, su divinidad». «Ah, Flabio, por cierto…». «¿Domine?». «Estás ostraciado». «¿En serio, domine? ¿Este trimestre también?». «Me duele a mí más que a ti». «Pues debe de dolerle a usted muchísimo, domine». «O a ti muy poco».
Y podría…, podría…
Pero yo no soy emperador romano… Qué pena…
«Tú, venga, ¡al ostracismo!», je, je. Estaría bien.
Felipe Santa-Cruz
Relato extraído del libro Rutinas